«MORO: Cuando entraste en la cantina del Cojo, supe que algo muy jodido te había pasado.
COMANDANTE: Sí, claro; su muerte me destrozó. Cuando identifiqué el cadáver medio devorado por los carroñeros, tuve la sensación de que me habían mordido en mi propia carne. En aquel momento, todo me importó una mierda, incluso mi carrera. Sólo pensé en liarme a tiros y emborracharme.
MORO Te bebiste una botella de vino y me miraste. Luego, te acercaste a mí y dijiste, ¿qué, jugamos? Y al final de la partida, gracias, chaval. Nada más.
COMANDANTE: No había nada más que decir.
MORO: Si él no hubiese muerto, tú nunca habrías jugado conmigo.
COMANDANTE: Tal vez; aunque yo no estaría tan seguro.
MORO: Me mirabas, pero no te acababas de decidir.
COMANDANTE: No; no era fácil. Al menos para mí. Nunca he sabido cómo llevar mis sentimientos y, además, no tenía la gracia de Miguelón.
MORO: Cuando te iba ganando, como tú te pones de tan mala leche, él me invitaba a fumar y me decía ven, chaval; mira, calla y aprende. Tienes ojos de listo. Los moros siempre nos ganáis por la mirada.
COMANDANTE: Sí, es curioso; era como una obsesión. Tenía una extraña fijación por la mirada. Una vez, recién llegados a Dar Riffien, yo estaba desconcertado oyendo a Franco, (imitando de nuevo su voz) “¡Caballeros Legionarios!”, cuando Miguelón me dijo, no lo escuches; mira sus ojos.
MORO: ¿Sus ojos!
COMANDANTE: Sus ojos, dijo, fíjate en sus ojos; pero yo no descubrí nada especial.
MORO: ¿Y él?
COMANDANTE: Miedo, dijo; me confesó que le daban miedo.
MORO: Eso es.
COMANDANTE: ¿Qué?
MORO: Miguelón había descubierto al Caudillo.
COMANDANTE: ¿Descubierto? ¿Qué hostias quieres decir?
MORO: Que sus ojos proclaman su baraka. El miedo es su destino y por eso no tienes que burlarte más de él».